Una de las decisiones más cruciales antes de subir al escenario es la elección del repertorio. No se trata solo de cantar canciones bonitas, sino de construir un recorrido musical que acompañe al público, que lo sorprenda, lo emocione y lo haga moverse. En cada presentación me tomo el tiempo de pensar qué temas elegir, en qué orden interpretarlos y cómo combinarlos para lograr un impacto emocional que se mantenga desde el inicio hasta el final.

El repertorio es como una conversación con el público. Si hay demasiadas canciones lentas, puede bajar la energía; si todo es fiesta sin pausas, puede cansar. Por eso, encontrar el equilibrio es fundamental. Me gusta comenzar con algo que capte la atención, seguir con temas que levanten el ánimo y dejar algunos momentos de intimidad para emocionar. Ese vaivén de emociones es lo que convierte una presentación en algo memorable.

También hay que tener en cuenta el tipo de evento. No es lo mismo cantar en una boda que en una fiesta de cumpleaños o en un evento corporativo. Cada uno tiene su propio código y su propio público. Por eso, siempre que me contratan, me gusta conocer detalles: qué edades tendrán los invitados, qué géneros prefieren, si hay alguna canción especial que desean incluir, o si hay algo que definitivamente no quieren escuchar.

Contar con un repertorio amplio y versátil es una gran ventaja. En mi caso, interpreto desde merengue, bachata, salsa y cumbia, hasta boleros, rancheras, pop y otros géneros latinos. Esto me permite adaptarme fácilmente y responder al momento. A veces preparo una lista y en medio del show la cambio, porque noto que el público conecta más con otro estilo. Esa flexibilidad es clave.

En definitiva, el repertorio no es solo una lista de canciones: es el alma del espectáculo. Elegirlo con conciencia, con sensibilidad y con experiencia, marca la diferencia entre un show correcto y uno que deja huella. Para mí, cada presentación es única, y cada repertorio, una nueva oportunidad de contar una historia con música.